Friday, February 26, 2010

Un país que se diluye



Axel Didriksson


MÉXICO, D.F., 25 de febrero.- En el proceso de vaciamiento, de ausencia de sentido en las perspectivas de largo plazo, el país parece como los ríos de agua sucia que causan pérdidas irreparables, humanas y materiales, pero sobre todo de  generaciones enteras de jóvenes que ya no tienen confianza en la educación y viven a la deriva.
Es este el peor signo de la actual ingobernabilidad, pues la pérdida progresiva de las funciones del aparato del Estado y del sistema escolar se traduce en los inenarrables episodios de violencia y degradación que ocurren. La violencia generalizada que hace posible la actual ingobernabilidad es directa pero también indirecta. Así, además de manifestarse hasta en el asesinato de jóvenes departiendo alrededor de sus logros escolares o grupales, se expresa en la falta de políticas de gobierno para prevenir y solucionar lo más elemental de la seguridad de todos desde alguna racionalidad, o en el hecho de que, cuando esas políticas se emprenden, siempre llegan tarde o se dirigen en contra de la libertad (por ejemplo, contra la sexualidad de cada quien), aduciendo juicios morales o religiosos. Y todo ello, en un ambiente de demagogia y corrupción política.
En el fondo lo que se expresa es una violencia indirecta generalizada contra el sentido de la educación que forma o debiera formar para la defensa de los derechos humanos y la integridad emocional, cultural e intelectual. 
La escuela mexicana está golpeada por la violencia que se deriva de esta pérdida de sentido de las políticas de gobierno. Hay hostigamiento verbal y hasta golpes en las aulas, mientras que los excluidos del sistema educativo no encuentran ninguna otra perspectiva que la ilegalidad o el crimen organizado: Con sus errores gramaticales, todas las “narcomantas” ponen de manifiesto dicha exclusión educativa.
Es una descomposición que a estas alturas abruma, sobre todo cuando se la ve desde la perspectiva de los educadores. Uno de ellos, Fernando Reimers, como si se refiriera a México, señala: “Cuando la escuela, los educadores y la sociedad  no actúan decididamente para romper el ciclo de reproducción de la pobreza; cuando aceptan como inevitable, como un hecho natural, que aquellos estudiantes que han nacido en las comunidades de menores recursos tendrán por ello significativamente menos oportunidades de desarrollar su talento, es ésta aceptación cómplice de una forma de violencia indirecta. Otro aspecto de esta violencia lo constituye la utilización de los recursos que la sociedad asigna a la educación para fines distintos que el de promover el aprendizaje de los estudiantes. Cuando los sindicatos de maestros se hacen cómplices o promueven el bajo desempeño profesional de los profesores, o cuando los administradores públicos abusan para fines personales de la confianza que el Estado les asigna, son éstas formas de violencia indirecta contra aquellos en la sociedad que tienen menos voz para resistirla”. (Organización de Estados Iberoamericanos, OEI, Metas Educativas 2011, página 135, 2009.)
 En otras palabras, se incrementa la desconfianza hacia quienes tienen a su cargo el manejo de las políticas educativas cuando no saben adónde dirigir los recursos para la educación, o cuando, al aplicarlos, procuran obtener beneficios para sí mismos o para alguien en particular, de modo que su gestión tiene resultados políticos exitosos para ellos, pero no para mejorar la calidad y la cobertura del sistema educativo.
 En suma, mientras los jóvenes no tienen ninguna otra salida que la pobreza y la ignorancia, pues la educación que reciben –cuando la reciben– se les escurre como el agua entre los dedos, el país también se nos diluye.


Deslinde preocupante
A
A pregunta expresa, en el curso de una conferencia de prensa en Los Pinos, el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, dijo ayer que su gobierno no brinda protección al cártel de Sinaloa, organización encabezada, según las propias fuentes oficiales, por Joaquín El Chapo Guzmán Loera, y enlistó, a renglón seguido, nombres de presuntos narcotraficantes vinculados con esa agrupación delictiva y capturados durante el actual ciclo de gobierno, como ejemplos de que se ha atacado indiscriminadamente a todos los grupos criminales en México y de que ni protegemos, ni escudamos, ni toleramos a ningún grupo criminal del país.
Tales declaraciones son, en sí mismas, una alarmante muestra del naufragio de la credibilidad gubernamental en materia de combate al narcotráfico y a la delincuencia organizada: si quien encabeza la actual administración se ve obligado a deslindarla en forma pública y oficial de uno de los principales grupos del trasiego de drogas y de la violencia delictiva, ello es indicativo del desgaste que ha sufrido la imagen gubernamental en los años recientes a consecuencia del incremento descontrolado de las acciones criminales, la inseguridad ciudadana y el poder económico, militar y de organización de los grupos dedicados a actividades ilegales.
Tal desgaste se refuerza por la demostración constante y exasperante de la incapacidad de los distintos niveles de gobierno para enfrentar al crimen organizado en general, y al narcotráfico en particular, de manera eficaz y desde sus raíces sociales, económicas e institucionales. Hasta ahora el despliegue de los operativosaparatosos y costosos con que el gobierno federal ha pretendido hacer frente a los grupos de narcotraficantes ha terminado por hundir al país en una violencia descontrolada, con un saldo elevado en el número de víctimas mortales –más de 17 mil en los últimos tres años–; ha representado un factor de quebranto sistemático al estado de derecho por parte de quienes tienen que resguardarlo, y no ha logrado frenar el vasto poder de fuego y de corrupción de las organizaciones criminales.
En el curso de la guerra confusa pero cruenta que el propio Calderón declaró al inicio de su administración, se ha ido extendiendo la idea de que el gobierno no persigue con el mismo celo a todos los cárteles, y que el encabezado por El Chapo se ve beneficiado por los golpes que las corporaciones militares y policiales propinan a sus competidores. De esa apreciación se ha derivado, en forma natural, la sospecha de tratos inconfesables entre la cúpula del poder político y la mafia de Guzmán Loera.
Es claro que, en un estado de plena vigencia de la legalidad, tales suposiciones, cuando no acusaciones abiertas –la formuló, por ejemplo, el diputado panista Manuel Clouthier Carrillo, al sostener que el cártel del Pacífico no ha sido tocado por el accionar gubernamental–, no tendrían razón de ser: tendría que darse por sentado que la tarea de las instituciones consiste en combatir el crimen, no en solaparlo.
En el momento presente, la incapacidad gubernamental de asumir con actitud autocrítica y transparente un trienio de errores e improvisaciones en su política de seguridad ha provocado que, junto con el sentir generalizado de zozobra y temor, crezca en la población la percepción de que el propósito central del gobierno en este ámbito ha sido publicitario, no legalista, y que algunos sectores de la opinión pública se pregunten si la falta de resultados –o los resultados contraproducentes– en la campaña oficial contra las organizaciones delictivas se debe a una connivencia entre éstas y las autoridades. Tal percepción no es producto del desconocimiento ni de una actitud dolosa en contra del gobierno federal –como señaló ayer Calderón–, sino una de las consecuencias de una estrategia fallida. Para despejar esa percepción las palabras no bastan, y a veces incluso complican más el panorama. Se requiere de hechos.

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