Sunday, February 07, 2010

Las silenciosas calles del poder


Gabriel Gómez López

En las silenciosas calles del poder el mundo es otra cosa, nunca falla la energía eléctrica, la carne está envuelta en celofán cubierto de una escarcha como la piedra o el mármol y no se pudre en el refrigerador, las puertas funcionan y las cortinas permanecen cerradas, la intimidad permite a la clase dominante realizar sus perversas fantasías, hay cigarrillos, chocolates, vino, buena vida, allí viven los directores, los alcaldes, los agentes del servicio secreto.
Lo primero que llama la atención en la lectura de Herta Müller es su concisión, frases cortas y lapidarias, imágenes heladas que transmiten su carga de frío al lector que recorre sus páginas estremecido ante esas fotos que adornan su habitación y la congelan. “El frío que me invade remueve un amor que contraria toda razón.”
El microcosmos de Herta Müller se localiza en el Banato, donde la llanura de Rumania introduce su nariz entre Serbia y Hungría; épica de una minoría, los suabos, católicos, étnica y lingüísticamente alemanes. Herta somete a un análisis minucioso, tanto a su colectividad como a su persona, tal es el material de su ficción. Nacida en 1953, víctima de la postguerra, sobreviviente, con secuelas, de la Guerra fría.
Tras la segunda guerra mundial los países del este persiguieron a la población civil alemana, les confiscaron sus viviendas y pertenencias, violaron a las mujeres, los expulsaron a campos de concentración en Rusia. Luego vino Nicolae Ceaucescu en uno de los momentos de la historia más cercanos a la visión de Orwell. En 1987 Alemania pagó por el rescate de los compatriotas, la protagonista de La bestia del corazón, antes de partir, en una original venganza, escribió con mierda sobre las paredes de la casa del inquisidor Pjel.
Convertida en testigo y actor, escribe en un ejercicio catártico impuesto como penitencia, se adivina que ella es la protagonista de sus escritos, teniendo como telón de fondo los duros tiempos de la dictadura de Ceaucescu y de su policía secreta, la Securitate, que la acosaba física y psicológicamente por negarse a colaborar. Acorralada por el sistema, escribe con trazos firmes; los detalles van formando un fresco minucioso; a lo largo de su obra hace variantes de sus experiencias, como mirándose desde ángulos distintos aparecen las relaciones con su padre, alcohólico y antiguo militante del ejército nazi, y a quien no escogió, “mi padre ha vomitado el hígado que apesta a tierra podrida en el cubo”; con la madre (a la que nunca quiso) deportada a Ucrania tras la segunda guerra mundial, cuando pagaron justos y pecadores, y quien se vio obligada a prostituirse a cambio de un poco de calor para sobrevivir; con sus amigas que la traicionaron, hace el descubrimiento del sexo (el gran secreto de los adultos) y de la muerte (el otro gran secreto), y da fe de la cascada de antivalores que formaban su entorno: el miedo, la represión, el desamor, la miseria, la deslealtad, la corrupción, la incomunicación. En su obra la despersonalización se acentúa con la creación de personajes sin relieves, sin apellido, nombrados sólo por sus oficios, meras fotografías; Herta es una especie de fotógrafo de guerra.

Herta después de una conferencia en Berlín, octubre de 2009. Foto: Thomas Peter / AP
El miedo es el arma con la que los poderosos someten a los débiles; el miedo es la piel de zorro que adorna la habitación de la protagonista y sobre la que los agentes de la Securitate van dejando evidencias de su presencia para que sepa que está siendo vigilada, “nos veíamos obligados a caminar, comer, dormir y amar con miedo”. Herta escribía sin miedo para superar el miedo denunciado las rígidas condiciones de la dictadura de Ceaucescu.
No hay escapatoria, las fronteras, como los pensamientos, están celosamente vigilados, incluso el suicidio, la única puerta posible para muchos, es considerado una traición a la patria; los suicidas reciben una degradación post mortem que recuerda al Papa medieval que sacó de su tumba a su antecesor para excomulgarlo. En un Estado represivo todos deben levantar el brazo y apoyar en forma unánime al régimen, la disidencia es el peor delito; en tiempos de dictadura los escritores son especialmente perseguidos y bajan de su torre de marfil para hermanarse con el pueblo; los agentes secretos intuyen que en sus escritos está incubado el germen de la libertad. El poema colectivo se recita en silencio en los parques abandonados, da alientos al corazón; los inspectores sospechan que se está inventando otro lenguaje, un código secreto. “Cada persona tiene un amigo en cada pedacito de nube, es lo que pasa con los amigos en este mundo sembrado de horror.”
En La bestia del corazón el capitán Pjel obliga a comerse el poema a Kurt y somete a tortura a sus amigos; en La piel del zorro el comandante Pavel interroga a Paul acerca de ese poema en el que, sospecha, se habla del dictador: “rostro sin rostro, voz sin voz”. Habrá que recordar la tragedia de Ossip Mandelshtam deportado a Siberia por un poema en el que satirizaba a Stalin. Los dictadores no tienen sentido del humor.
La traición es alentada por el miedo, nace del instinto de supervivencia: Clara en La piel del zorro y Tereza en La bestia del corazón traicionan a su amiga; la madre incrimina a su hija; Ilie, el amante de Adina, es quien cuenta a la policía secreta el chiste de su amigo Abi. Todo el mundo espía, husmea en las habitaciones, abre las cartas para leerlas, siguen a Windisch con la mirada tanto un hombre vestido con traje de faena azul y como otro que aparenta trabajar en el alcantarillado; el diario de Lola es robado de su recóndito escondite, no hay secreto, el secreto es el eje de la intimidad, el bosque también tiene ojos. “¿Crees que si no confías en nadie te volverás invisible?”
Herta nos presenta un panorama desolador, un infierno helado “yo miraba los bloques de viviendas como desde el fondo de un abismo”: niños de aspecto inexpresivo, que envejecieron en su niñez y tienen olor a fruta guardada; “los hombres pasan embozados, hablando solos, y las mujeres flotan macilentas en sus largos jubones por las calles del pueblo, saliendo de sí mismas para refugiarse en las labores domésticas”, el paisaje se diluye “en el crepúsculo que rueda por las calles como un intestino grueso y en el cual el sol se pone en una roja charca de tedio”, el rojo divisor, símbolo evidente del comunismo, rojo es el vestido con el cual será sacrificada Amalia para obtener su pasaporte en El hombre es un gran faisán en el mundo; de rojas quedan teñidas las manos de Tereza en La bestia del corazón, roja es la sandía (¿Alemania?) que al ser dividida lanza un estertor y provoca la indigestión y muerte de la abuela, y cuyo jugo rojo llena el suelo, las vallas y las paredes son rojas“el cielo estaba rojo y hacía daño a los ojos”.

El diploma de graduación de la escuela primaria de Herta en Rumania Foto: AP
Como en Hiroshima las sombras han abandonado a sus cuerpos. Los pescadores sólo pescan hierba, calcetines carcomidos y calzoncillos hinchados, la ropa de los ahogados que han tratado de escapar sin saber nadar, y de vez en cuando un pez mugriento que podría ser un gato muerto; al día siguiente los barrenderos barrerán todo, hasta las ideas, hasta las ganas de vivir.
Los regímenes dictatoriales están plagados de ojos y orejas, pero, a mayor represión, más ironía; a mayor opresión, símbolos aderezados con unas gotas de folklore: esa hormiga que arrastra una mosca muerta podría representar al pueblo que, ignorante de su poder, conduce al dictador arrojador de larvas; ese manzano devorador de sus manzanas verdes, tal vez sea la patria corrompiendo a sus jóvenes, convirtiéndolos en una juventud agusanada de la que no cabe esperar nada; en ese perro, que tiene nombre femenino y vigila atento el entorno, se adivina a Rusia. Ironía de ese padre, que podría ser el de la protagonista de “En las tierras bajas” o el padre de Rumania, Nicolae Ceaucescu, autodenominado “el conductor”, y cuya foto, falsa también, lo muestra conduciendo las reses al matadero.
El escritor intenta pasar desapercibido transitando en dos caminos: el de la burla soterrada y el del disfraz de la metáfora, complicando el trabajo de los censores; así puede estar tranquilo con su conciencia, ya que denuncia, como es su obligación y, al mismo tiempo, permanece oculto en sus palabras. Herta viste un luto transparente, “el vestido se me había congelado, mi vestido era transparente y negro”.
A través de su obra va en búsqueda de la raíz de ese hielo envenenado que ha contaminado a la sociedad y congelado su alma, remueve las sombras del pasado, abre heridas que se pensaban secas para liberarlas de sus costras falsas. Se resistía a ser aplastada por la historia y a toda costa intentaba mantener su individualidad, su marginalidad, lo que la hacía distinta, hasta que se rindió y partió a Alemania en una especie de fuga en muerte, lejos de su tierra natal, la bestia de su corazón quedaría por siempre dividida. “El hogar está donde estás tú. ”

Herta en el 8º grado (abajo primera de la izquierda)
Para Herta no hay esperanza, Eros intima con Thanatos, el amor degradado hasta sus últimas consecuencias: el carpintero tiene relaciones con su mujer ante su madre agonizante; Windisch hace el amor con Katharina entre las tumbas del camposanto; Adina lo hace con Dimitri entre la basura; sexo solitario de Katharina, jadeante como una máquina de coser; entrega de Clara a cambio de unos cigarrillos y chocolates; amor desleal de Tereza. Amor contrarreloj, con el calor y el hielo mezclado en la piel, siempre en el mismo lugar, a la misma hora, el mismo día.
Y Thanatos, tan degradado como Eros, “una muerte barata como un agujero en el bolsillo: metías la mano y el cuerpo entero te acompañaba”. La muerte de los frustrados evasores; la muerte miserable de Lola que había arribado a la ciudad cargada de esperanzas y terminó ahorcándose con un cinturón; del hojalatero, colgado de una soga que aún podría ser utilizada y cuyo anillo de boda no aparece; del infeliz que ha muerto en la cabina de teléfono que era su hogar; los escapistas que se arrojan de las ventanas del hospital incapaces de soportar sus sufrimientos; Kurt ahorcado; Edgar víctima, como Ioan Culianu, de los tentáculos a distancia de la Securitate; muerte de un niño con sus vías respiratorias bloqueadas por caca de corneja; muerte por error de Dimitri, en cuyo entierro, al tiempo que llora, la cartera informa a Amalia que debe ser sacrificada; muerte negligente de Tereza con un cáncer no atendido; muerte de la abuela ahogada con un trozo de manzana, roja por cierto; muerte corrupta del infeliz obrero al que postmortem le hacen ingerir el alcohol para que el Estado no pague la indemnización por su accidente; muerte en la calle, la muerte colectiva, “los hombres caían sobre el asfalto, gimoteaban, se estremecían y no eran de nadie. Luego venía gente que les quitaba los anillos, los relojes de pulsera cuando sus manos aún no estaban tiesas, los lóbulos de las mujeres sangraban cuando les arrancaban los aretes.”
La corrupción no deja piedra sobre piedra: mordida al veterinario para sacrificar un ternero; para obtener el pasaporte se requiere pactar con el servicio secreto o entregar incontables sacos de harina al alcalde y/o someterse a los bajos instintos del cura y el policía; corruptos son los aduaneros que permiten a las mujeres pasar el contrabando en sus genitales, corruptos son los obreros que roban en las fábricas y en el matadero, “los trabajadores bebían sangre caliente”, como su compatriota Drácula y, al hacerlo, se convertían en cómplices del sistema, nadie está libre de culpa... Cada uno aporta el granito de arena de su propio fracaso.
Pero las cosas cambian para seguir siendo las mismas, pesadilla del eterno retorno; Windisch luce su uniforme nazi y se molesta al ver que su hija, quien se sacrificó para obtener los pasaportes, sufre en silencio, ¡Estoy harto de ella!, ¿Por qué llora? “Lo único que sabe es deprimir a la gente.”

Herta en 1988.
Foto: Interfoto/ Alamy
¿Quién paga las culpas? El siniestro Pavel logra escapar con el pasaporte de Abi, (quien no pudo resistir a la tortura) y desde Viena escribe a su amante; se remueven los puestos, el severo Pjel, convertido en un inocente anciano, lleva de la mano a su nieto; el frenesí ha pasado, ahora el director enseña educación física, el profesor de educación física es dirigente sindical; el profesor de química es el responsable del proceso de cambio y democratización, la hija de la criada, que había obtenido su puesto de maestra gracias al servicio secreto, es nombrada directora; cuando las llamas consumen las fotos del dictador la flamante directora exclama ¡cuánto he esperado este momento! Adina le reclama, pues no se te notaba, “no podía hacer nada, tenía que callarme, tengo una niña”. Ya lo sé, los hombres tenían mujeres, las mujeres tenían hijos, los hijos tenían hambre. Aquello se ha acabado, estamos vivos. Vendré a verte la próxima semana. La ciudad cambia de abrigo. Cuando Windisch y su mujer regresan a su pueblo se dicen, “es como si nunca hubiéramos vivido aquí”, y así es… allí sólo habían muerto.
Por encima del sueño, detrás de la ciudad, aguarda un día ligero y triste. Invierno y aire caliente, y los muertos están fríos, la vida continúa.
Ovidio desterrado por Augusto a los confines del imperio romano, terminó sus días en la antigua Dacia, hoy Rumania; en la desolación del exilio se engendraron sus Tristes y sus Pónticas: “Si miro el lugar, es un país odioso y no puede haber en todo el mundo ningún otro más triste; si miro a sus hombres, apenas si son personas dignas de este nombre y son más fieros y crueles que los lobos. No temen las leyes, sino que la justicia cede su lugar a la fuerza y el derecho yace vencido bajo la combativa espada.”
“Sabía que estaba viva porque me dolía. Y como aún estaba viva, llegó el odio.” Herta Müller hurga en el basurero de su infancia; desde su óptica de niña busca la razón del fracaso. Remontándose al pasado encuentra una evidencia: sus padres la concibieron entre las lápidas de un cementerio, el desamor es el origen de su frialdad, la cruel herencia. La hija no deseada le dice a la madre no querida: “¿Por qué me preguntas la hora? Porque es lo único de lo que se puede hablar contigo.”
Herta bucea en las heladas aguas donde crece la flor de la creatividad: esa niña es “la criatura del diablo” que sale de una casa en la que no hay más que adultos. Lleva en las manos tantos juguetes como puede cargar, tiene envidia de ver que los otros niños juegan mejor que ella, pero tiene miedo de quedarse sola, para defenderse no tiene más remedio que morder y arañar, convertirse en una bestia que ahuyenta a los niños y echa a perder los juegos que tan impaciente había esperado. Está más abandonada que cualquier cosa en el mundo, es fea, quiere regalar todos sus juguetes, llegar a casa antes de que la culpa pierda su frescura. “Eres demasiado tonta para jugar”, le dice su madre.
Esa niña que quiere morir pero no muere, que sueña con verse muerta es Herta. “Se refugia en su cuarto cuando le entran ganas de llorar. Cierra la puerta, baja las persianas y enciende la luz, se coloca frente al espejo del lavabo. El sol no puede entrar, allí la autocompasión crece tres veces más. Cuando la niña ya no sabe cómo acabar el día se va a su habitación con la tijera. Se coloca ante el espejo, se corta el pelo. Por qué lo has hecho: porque no me soporto” En efecto, por eso escribe, para matar y congelar a sus recuerdos. “La felicidad nos devora la vida, se evapora en una olla de remolachas.”

Foto: Michael Sohn/ AP
Herta Müller hace hincapié en el elevado precio que hay que pagar por la libertad: torturas, acosos, arrestos domiciliarios… si el costo de París fue una misa, bien valen tres pasaportes, cinco revolcones con el cura y otros pocos más con el policía, por fortuna al alcalde le interesa más la gula que la lujuria, y además se trata de un pueblo donde la burocracia no está tan entrampada.
El fascismo, dice Juan Gelman, comienza en la intimidad de las relaciones humanas. “El dictador dormita en el corazón, como en tus novelas”, dice Paul a Adina en La piel del zorro, desliz que revela la verdadera identidad de que quien se había ocultado con las máscaras de sus personajes es Herta Müller. Esa niña que juega a ser adulta y quien quería bajarse del tren de la vida a recoger amapolas, que quería ser una muerta hermosa y a quien los sauces le habían dicho que era el pantano más hermoso del mundo, esa niña que se resiste a dormir y juega con otro niño de su edad: “Yo lo riño porque está borracho, porque no trae dinero a casa, porque es un gandul y un inútil, un granuja y putañero, un cabrón. Así es el juego, me divierto y es fácil jugar. No quiero dormirme, el sueño es muerte… Mi corazón palpita de miedo en su alegría. miedo de no poder seguir alegrándome, miedo de que el miedo y la alegría sean la misma cosa

No comments: