Wednesday, January 16, 2008

Desplazados por el hambre




Me’phaa, nu’saavi y nahuas abandonan por decenas de miles La Montaña de Guerrero. Andrajosas, familias enteras cargan con su patrimonio –sacos de maíz, petates y bolsas de harapos– y dejan cientos de pueblos desolados. Es el inicio de un humillante viaje de más de 2 mil kilómetros que los llevará, como peones acasillados, a las plantaciones de empresas trasnacionales. Su destino son campos de concentración, capataces, guardias blancas y tiendas de raya



Zósimo Camacho


La Angostura, Sinaloa. Estela Santiago, de siete años, se desencaja pequeñas espinas. Observa los puntos rojos de sus manos y continúa, descalza, arrastrando un bote entre los surcos de este “campo 3” de la empresa Agrícola Exportadora de Vegetales. Vino con su familia y con todo su pueblo a contratarse como cortadora de pepino por una jornada de seis de la mañana a 5:30 de la tarde. Sale de su galera cuando aún el sol no se ha levantado por el horizonte y regresa cuando la luz se ha disipado por completo.

“¡Catorce!” –número que le asignaron en la cuadrilla–, grita cada que llega a la tina donde vacía el bote de 15 kilos de pepinos. Al final del día, la apuntadora consignará el número de botes llenados, acarreados y vaciados por Estela durante la jornada: 58.

Iván, de 10 años, se ríe de ella: él logró hacer 72. Los niños –la mayoría de los jornaleros– se agolpan alrededor de la apuntadora para que les diga sus marcas. Compiten entre ellos, como un juego, por ver quién logra el mayor número de puntos.

Es el primer día de trabajo de un grupo de me’phaa que llegó de La Montaña de Guerrero, luego de un éxodo iniciado cinco días antes que dejó escuela sin niños, casas sin personas, iglesia sin feligreses.

De acuerdo con cifras del Programa de Atención al Jornalero, de la Secretaría de Desarrollo Social, abandonaron La Montaña de Guerrero 15 mil personas. Sin embrago, cifras del Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan, señalan que son arriba de 20 mil las que dejaron la zona.



Montaña de Guerrero

Hombres, mujeres con infantes a la espalda, niños, viejos, salen de sus casas con bolsas de plástico repletas de ropa. Antes de que amanezca comienzan a trasladar su “equipaje”. Amontonan sus pertenencias en la única calle por la que puede ingresar una camioneta con redilas a este barrio de Guadalupe, Santa María Tonayac, municipio de Tlapa de Comonfort, Guerrero.

Petates, costales de maíz, cobijas, garrafones, sillas, bolsas con tortillas de maíz tostadas, refrescos, cervezas y algunas frutas son casi todo el patrimonio de las familias. Con todo se van. Dejan cuartos de adobe vacíos y corrales con algún animal que será “cuidado” por los que se quedan: el comisario, el suplente, los dos capitanes, las mujeres de cada uno de ellos y cuatro niños.

No hay despedidas efusivas. Antes de trepar a la camioneta, quienes se van y quienes aún se quedan se miran a los ojos por algunos segundos. No hay palabras ni gestos. Los rostros, duros, inexpresivos.

La última cuadrilla, la que encabeza Enrique Mauricio, comienza a salir de la comunidad la madrugada del 16 de diciembre de 2007. En dos viajes de dos Nissan, se trasladan 45 mayores de 14 años, 13 infantes “de pecho a cinco años”, y 15 de seis a 13 años. A las 10 de la mañana sale la última camioneta. Nadie los despide. Ellos tampoco vuelven la mirada atrás. Presuroso, el vehículo se pierde, a lo lejos, en una curva de la vereda. La nube de polvo se desvanece. En el pueblo, sólo el viento.

Estela, de ocho años, e Iván, de 10, se aferran a los tubulares. Sus madres –con hijos amarrados a la espalda– les ordenan que no jueguen y se sostengan con fuerza. La camioneta baja dando tumbos por un camino terregoso de más de 10 kilómetros hasta encontrarse con la carretera Tlapa-Metlatónoc, aún sin concluir. Veinte kilómetros los separan de la ciudad montañera, donde ya los esperan los otros miembros de la cuadrilla y en la que se encontrarán con el enganchador o contratista.

En la plaza del pueblo sólo quedaron los rastros de la última fiesta que celebraron juntos los 500 habitantes de la comunidad: la de la virgen de Guadalupe. Frente a la iglesia y la comisaría quedaron restos de un pequeño castillo pirotécnico, cenizas, basura de cuetes quemados y latas de cerveza pisoteadas. En cualquier dirección, el horizonte es el mismo: la cadena montañosa de color café; trabazón de cerros adustos y trágicos en los que crecen esporádicamente matorrales espinosos y árboles enanos.

—El pueblo emigra porque aquí no hay nada qué hacer –dice de manera entrecortada el comisario Andrés Martínez Villegas.

—Sí semos campesinos. Sembramos maíz, frijol y calabaza; pero la cosecha que sacamos en octubre ya se nos acaba. Si nos quedamos, de dónde vamos a sacar la lana pa’ vivir. No nos podemos quedar. Si nos enfermamos qué hacemos. No tenemos pa’ pagar dotor y aquí no hay. Dios no nos va a avisar cuándo vamos a enfermar.

El barrio emigra en grupos o cuadrillas, quienes nombran a un mayordomo para que los represente. El último grupo que partiría está encabezado por Enrique Mauricio Guzmán: de 54 años, es orador en me’phaa y entre los suyos, pero parco y desconfiado con los mestizos, a quienes les habla con sentencias entrecortadas y responde con monosílabos.

Como el de todos, su talante es desarrapado, y su semblante, desaliñado. No baja la cabeza aunque, a regañadientes, acepte –no tiene otra opción– las condiciones del contratista o enganchador, los representantes de la Secretaría de Desarrollo Social (Sedesol), los choferes, los encargados de proporcionar alimentos durante el traslado, la trabajadora social, el administrador, el capataz, la tienda de raya.

Los montañeros emigran pensando en su colectividad, su pueblo. Antes que pensar en mejorar la situación de su núcleo familiar o de cada uno de ellos, piensan en lo que necesita la comunidad. Semanas previas a la partida “hacen reuniones” para decidir para qué deben “hacer cooperaciones”.

—Aquí no tenemos agua –había explicado Enrique antes de salir–. Hay que ir por ella hasta Lindavista (aproximadamente a 3 kilómetros). Apenas nos cooperamos para hacer un tanque. Ya habíamos hecho uno, pero se rajó y se sale el agua. Ahora volvimos a cooperar para hacer otro y ya lo tenemos; pero no alcanzó la lana para comprar tubos y bomba. Nomás nos alcanzó para comprar manguera, pero ésa se troza donde hay pedregal y no alcanza a llegar hasta acá el agua. Ahora que salimos vamos a juntar la lana a ver si alcanza. El otro año, con la cooperación, hicimos aula para escuela.

—Quién hace la cooperación.

—Nosotros mismos: el pueblo.

—¿El gobierno no los ha ayudado?

—¡No, qué va a ayudar! Sí queremos un gobierno que apoye, pero luego no podemos esperar. Por qué cree que salimos. ¿Por puro gusto? ¿Nomás a sufrir donde nos tratan mal y nos dan de comer cosas que nos hacen mal a la panza? ¿Y a tomar agua sucia? No, si aquí hubiera apoyo para sacar producto, la gente no sale. Pero aquí no tenemos qué comer. Nomás engañan: cuando el gobierno anda de candidato, todo va a hacer. Y ya que está arriba, no nos dejan ni llegar a la puerta.

Enrique Mauricio agrega que también se cooperan, cada año, para festejar a la virgen de Guadalupe. “Compramos velas, flores, castillos y todo lo que necesita uno para ponerle al santito”.

Apenas dos días antes el viento llevaba por las calles el bullicio de los dos salones de clase. Edith Pacheco Salazar, de 27 años, y Verónica Muñoz Ramírez, de 25, son maestras del grupo de primero a segundo grado de primaria y de tercero a quinto, respectivamente. No hablan la lengua de los niños y se auxilian de algunos de ellos para que traduzcan las clases a sus compañeros.

En las vísperas de que casi todas las familias partieran, reconocen que la escuela se quedará sin alumnos.

—Todos van a emigrar y se van a llevar a sus hijos –dice Edith–. Nos vamos a quedar con uno o dos niños por grupo. No más. Y así vamos a seguir trabajando hasta el retorno de todos los demás.

Con el contratista

Santos Mauricio –me’phaa que, a decir de los indígenas, “se pasó del lado de los patrones”– se pasea, permanentemente sofocado y sudoroso, por el río Jale de la cabecera de Tlapa de Comonfort. Gordo, moreno, de 1.65 metros de altura, calza botas de piel de avestruz, viste camisas desabotonadas y constantemente se lleva una mano a la cabeza para acomodarse su sombrero tejano de fieltro. Es el representante de la empresa Agrícola Exportadora de Vegetales. Cada cuadrilla que lleve a Sinaloa le hará ganar semanalmente 2 mil pesos. “Y sin hacer nada”, según sus propias palabras.

En uno de los puestos de comida que bordean el cauce, Santos le fija a Enrique las condiciones de la empresa y lo que “ofrece”: 135 pesos por jornada de ocho horas; galeras con luz eléctrica y baños; además, el pago del transporte en el que llegaron de su comunidad (450 pesos por viaje) y el costo del traslado en autobús de Tlapa a La Angostura, Sinaloa, donde se encuentran los campos de la agrícola, a 20 kilómetros de Guamúchil.

Santos asegura que el viaje le cuesta a la empresa 22 mil pesos. Adicionalmente, se compromete al pago de las comidas durante el trayecto; para ello, dice, la empresa dispone de 2 mil 400 pesos. No hay contrato escrito. Todo es de palabra.

Mientras, infantes juegan junto a los hilos de aguas negras del río y, a veces, con ellos; las jóvenes madres amamantan a sus bebés sentadas en la tierra y junto a pilas de desechos; los hombres vigilan sus bolsas, cajas, sillas y petates enrollados esparcidos en el suelo. Escuchan, a alto volumen, la selección de un puesto de discos compactos: chilenas y kimituvis en lengua nu’saavi.

Además de la cuadrilla del barrio de Guadalupe, otros tres grupos me’phaa aguardan en el Jale. Quienes mayoritariamente emigran son niños. Alrededor de cada pareja de adultos, se observan entre tres y cinco menores de 10 años.

Luego de un día de espera bajo el sol, la cuadrilla se traslada a la Unidad de Servicios Integrales (USI), a cargo del Programa Regional de Atención a Jornaleros Agrícolas, dependiente de la delegación estatal de la Sedesol.

Una muchedumbre con bultos camina atropelladamente en la USI. Ahí las familias se registran a cambio de una despensa con un valor de 200 pesos. El módulo cuenta con comedor, sanitarios, dormitorios, regaderas y consultorio médico. El doctor no se encuentra porque, se explica, “enfermó”.

En todo el proceso de “contratación” es la única presencia gubernamental. Y la participación de la Sedesol se reduce a registrar el número de personas que emigran, aunque los datos tampoco son precisos porque hay quienes no pasan a registrarse a la USI. Los jornaleros enfrentan, solos, a los patrones.

Además de la entrega de despensas, Daniel Catalán Estrada, representante regional del programa, se encarga personalmente de registrar a los emigrantes en la lista de un seguro en caso de fallecimiento. A cambio de cinco pesos, que se depositan en el Fondo de Previsión Social administrado por la Sedesol, los familiares se hacen acreedores a 10 mil pesos en caso de muerte del trabajador.

El funcionario señala que, de septiembre y hasta la mitad de diciembre, han salido aproximadamente 2 mil 100 familias de La Montaña y han consumido la totalidad de despensas previstas para 2007.

—Van a quedar fuera unas 500 familias más –reconoce.

Catalán Estrada admite que a las autoridades de los tres niveles de gobierno les “falta voluntad” mejorar las condiciones de los jornaleros en el proceso de migración.

“Recientemente se acordó que el delegado de la Secretaría del Trabajo y Previsión Social establecería aquí un módulo para revisar todas las condiciones tanto para jornaleros, contratistas y enganchadores. Hay que saber, por ejemplo, si el contratista está reconocido o no por la empresa; cómo promete llevar al jornalero; verificar si hay contrato o no. La Secretaría de Comunicaciones y Transportes se comprometió a corroborar en qué condiciones están los autobuses; y la Policía Federal Preventiva, que en el trayecto los jornaleros no tengan ningún problema.”

Catalán se refiere a los acuerdos alcanzados el 29 de noviembre de 2007 en la “Reunión de trabajo para tender asuntos relacionados con la problemática de los jornaleros agrícolas”, en la que participaron, por la federación, funcionarios de las secretarías de Comunicaciones y Transportes, del Trabajo y Previsión Social y de Desarrollo Social; además, de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indios y la Policía Federal Preventiva. Y, por el estado, entre otras dependencias, la Secretaría de Asuntos Indígenas. Nada se cumplió.

Las familias de la cuadrilla de Barrio de Guadalupe no recibieron despensa de parte de la Sedesol. El autobús no llegó y debieron extender sus petates en los pasillos y comedor de la USI. Decidieron no utilizar los dormitorios y pernoctaron envueltos en cobijas.



Morir en La Montaña o en el surco

Desganado, el grupo de desnutridos que encabeza Enrique Mauricio aborda el autobús que envió Agrícola Exportadora de Vegetales, propiedad de Porfirio Gerardo Ríos y su hijo Gerardo. Han esperado el transporte, todo el día 16, tumbados junto a los lavaderos de la USI. Con fastidio, suben lentamente sus pertenencias.

La mayoría de los niños han enfermado del estómago; pero entre todos, destaca Maricela, de tres años de edad y con desnutrición severa. La infante padece de vómito, flemas y fiebre. Su madre sostiene su cuerpo desguanzado y, casi a hurtadillas, se asoma a su rostro amarillo, cadavérico y ojeroso.

—La niña no se puede ir. Lo que necesita es estar internada –dicen en la USI.

Los padres se niegan a dejarla. No tienen con quién. Y tampoco pueden quedarse. Se busca la intervención del mayordomo.

—Enrique, ésa niña no se puede ir. Se les puede morir en el camino.

—Que vaya. De por sí, si se queda aquí, se va a morir de hambre.



El viaje

Los niños, desganados, se asoman por las ventanillas mientras sale de Tlapa el autobús, un humeante y viejo Dina, modelo 1973, con placas 814RBI, de carrocería parchada y llantas gastadas. Sólo le funciona un faro y es de luz alta.

Los choferes Jorge Castelán y Luis Arturo Montenegro “regañan” a los indios por “viajar hasta con la gallina”. A lo largo del viaje, cuando les soliciten detener el autobús para ir al baño, los bajarán en llanos, a veces yermos. Hombres, mujeres y niños harapientos, descalzos, correrán buscando matorrales. Y cuando el autobús pase por una gasolinera, los empleados, presurosos, cerrarán las puertas de los baños.

Al interior del autobús, cada par de asientos está reservado para una familia. Los padres acomodarán entre ellos a dos o tres hijos; los demás viajarán tirados en el pasillo, entre costales de maíz, botes y cajas. Algunos adultos también tendrán que ir de pie: han preferido colocar sus pertenencias en las butacas.

—Así como ves este autobús, está rebueno –dice Luis Arturo Montenegro mientras se ataja el sol con una mano, a falta de visera–. Tiene televisión; ¡pero para éstos, no!

Mientras lava el parabrisas, apenas disimuladamente avienta chorros de agua contra “esa gente”.

El autobús, siempre por carretera libre, se enfilará hacia Puebla y, luego hacia Cuautla, Morelos. En Juquilita los choferes anuncian que van a cenar. Después de cinco horas de viaje, los jornaleros bajan del autobús. No compran nada: ya no tienen dinero. Las madres, pálidas, ofrecen sus pechos a los infantes.

Antes de ingresar a la ciudad de México, el autobús se detiene por una hora y media. Jorge Castelán espera que sea de madrugada antes de ingresar al Distrito Federal, “porque si no, las patrullas nos ponen una chinga”.

Durante las primeras horas del 17, los jornaleros rodearán la capital del país. Casi clandestinos salen de la ciudad y les amanece en Querétaro.

Antes de las 10 de la mañana llegan al restaurante El Sabino, en Pénjamo, Guanajuato. El lugar, modesto, sirve frijoles con trozos de carne, chiles y tortillas. Para los choferes, carne asada. El costo del desayuno, costeado por la agrícola fue, supuestamente, de mil 200 pesos. Mientras esperan la reanudación del viaje, las mujeres cambian pañales a sus hijos y limpian de pulgas y piojos a sus infantes.

La siguiente comida será hasta las 9:30 de la noche, en el restaurante El Ceboruco a las afueras de Ixtlán del Río, Nayarit, luego de haber dejado Guadalajara y los cerros verdes de agaves. En el local, sucio, maloliente, con baños nauseabundos, demorarán la atención por más de dos horas, pues privilegian a los que pagan en efectivo que a los jornaleros. La segunda y última comida prometida por la empresa, supuestamente, también tuvo un valor de mil 200 pesos.

Luego de más de mil 400 kilómetros recorridos, los jornaleros llegan a Sinaloa. La primera medida de las autoridades es someterlos a una “revisión fitosanitaria” y, alrededor de las tres de la mañana del día 18, son bajados del autobús. “No pueden pasar fruta”, les dicen y tienen que dejar mandarinas, naranjas y plátanos. “Son las disposiciones que tenemos en el estado”, señalan con parquedad ante los reclamos.

Amanece en Mazatlán. Niños vomitan en bolsas de plástico que son lanzadas por las ventanillas del autobús. Los choferes advierten que no habrá más pausas “ni para ir al baño” hasta la llegada a las galeras.

Noventa kilómetros después de Culiacán y 20 antes de Guamúchil, el autobús entra a un camino terregoso. Ha llegado a los campos de Agrícola Exportadora de Vegetales. Luego de 44 horas de traslado y más de 2 mil kilómetros recorridos, los me’phaa de La Montaña de Guerrero llegan a su lugar de trabajo.



Las galeras

El alambrado que bordea las galeras es usado como tendederos de ropa de las cuadrillas que previamente han llegado. La nave se compone de 144 cuartos de tres por cuatro metros divididos por láminas galvanizadas. Como en su comunidad de La Montaña, el piso del que será su hogar durante los próximos cuatro meses tiene piso de tierra y no hay agua potable. Reciben sus cuartos sucios y deben contener el aliento mientras los asean. “Gozan”, como dice el administrador, de una conexión eléctrica y una bombilla.

Se encuentran con que “por detalles”, según el administrador de la empresa, Óscar Carrillo, los trabajadores no ganarán los 135 pesos prometidos por una jornada de ocho horas, sino 90 pesos. Si insisten en ganar los 135, deberán laborar 10 horas y media. La hora de comida se ha transformado en media hora y sólo comen dos veces al día. Ellos costean todo y deben comprarlo en la tienda, donde aproximadamente les cuesta 30 por ciento más caro que en cualquier otro lugar.

Si los jornaleros no están de acuerdo, antes de irse deberán pagar a la empresa “lo que ya le deben: los gastos del traslado”. Pero si se endeudan en la tienda, la única del campo, tendrán que saldar también la cuenta con “los abarrotes”.

Las denuncias se multiplican: mazatecos, triquis, mazahuas, nu’saavi, me’phaa y mestizos de Guerrero, Oaxaca y Morelos dicen que las 450 personas que, hasta el momento, son concentradas ahí no tienen agua potable. Se bañan en el agua estancada de una zanja y beben sólo la que pueden comprar en la “tienda de raya”, como le llaman. Todos coinciden en que se les dijo que ganarían 135 pesos por una jornada de ocho horas; pero que al llegar se encontraron con que les pagan sólo 90.

—Se les mencionó que no es exactamente 135 pesos; pero esos son detalles –dice, molesto, Óscar Carrillo–. Se dicen engañados, pero son argumentos de la gente para tratar de sacar cosas.

Aunque no firman contrato, asegura que en esta empresa tienen garantizados todos los derechos que la ley señala.

—Tienen las condiciones de trabajo normal y las condiciones de vivienda, que consideramos que no son de las mejores, pero están en lo normal. Ellos tratan de confundir, de engañar, sacarle jugo a esta situación –dice sin poder contener las muecas de desprecio. Enseguida, agrega:

“Si ellos se fugan de un lugar y se van a otro, no hay problema. Eso lo podemos coordinar nosotros con el otro patrón. Ésas son las reglas.”

—¿Tienen algún mecanismo para que no se “fuguen”, como dice usted?

—Por más cercado que tengas aquí, se te pueden fugar. Pero esto es nada más a raíz de gente que anda incomodando a la gente.

—Las personas señalan que la tienda es muy cara.

—Estamos supervisando la tienda para que no se abuse de esa gente.

—De quién es la tienda.

—Eh… De un hermano… de un compadre –dice con el rostro tenso–. Pero muy independientemente de que sea de ellos, no estamos para tolerar eso.

—Le llaman tienda de raya.

—Nada qué ver. Aquí la gente tiene la libertad de comprar donde le convenga.

—Pero es la única.

—No, enseguida hay tres más para allá. Aquí, a 15 o 20 kilómetros están los supermercados grandes. Y la tienda les está dando un servicio de crédito.

—Ha de haber varios endeudados…

—Es muy posible. Desgraciadamente siempre pasa.

—¿Cuentan con seguridad privada?

—Se anda en trámites para meter seguridad privada para darle tranquilidad a la gente. Aquí luego se rompe la tranquilidad por ellos mismos, por costumbres de sus pueblos, es por costumbres de ellos.

Los me’phaa provenientes de los pueblos de Juquila y Aguadulce, también de La Montaña de Guerrero, no estuvieron de acuerdo con ganar 90 pesos diarios y se van del lugar. Sus comunidades juntaron 17 mil pesos para que los dejaran salir. El resto lo pagaron con trabajo que la agrícola no les retribuyó.

El sol se ha ido. Enrique y su cuadrilla aguardan fuera de las galeras. Esperan que el olor nauseabundo se disipe.

—Allá en el pueblo no hay agua. Y aquí es igual. Nos tenemos que bañar en un caño. ¿Y ya viste cómo está el cuarto? A poco es cuarto de Sinaloa. Ni mi cuarto de La Montaña está así. Y luego nos engañan. ¿No que iban a pagar 135? Y nos tratan así, nomás porque semos indígenas –concluye, abatido, a más de 2 mil kilómetros de su casa y luego de 44 horas de camino–.

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